Hoy me gustaría hablar de William Randolph Hearst, un personaje que a pasado a la posteridad con una etiqueta que, al igual que Leopoldo de Bélgica o Schindler, creo que no le corresponde.
Multimillonario, excéntrico, magnate del mundo periodístico, casi-presidente de los EEUU, precursor de la prensa amarillista, la Guerra de Cuba (a él le debemos la famosa frase "dadme las imágenes y yo pondré la guerra") y amante del arte, contrató a marchantes de dudosa moralidad para que se apropiaran de las obras europeas más significativas en el período de entreguerras.
Aún hay muchos que no sabrían decir si fue un filántropo o un caprichoso expoliador.
En los primeros años del s.XX sacó de Europa una ingente cantidad de obras, casi tantas que sería imposible hacer aquí una relación, con destino a América.
Solo tenía que señalar con el dedo, "lo quiero", y tenía una horda de trabajadores dispuestos a hacer lo imposible para cumplir sus sueños.
Muchas de ellas no serían ni siquiera desembaladas, ni siquiera llegó a verlas, solo le enviaban las fotos y le decían "mira que bonito lo que he encontrado", y ya estaba rumbo a los EEUU.
En España, sus marchantes fueron el matrimonio Byne, quienes le ofrecieron comprar nada menos que un monasterio cisterciense.
Y Randolph, caprichoso como era, dijo que lo quería.
De esta manera se llevó piedra a piedra, entre otros, el maravilloso monasterio segoviano de Sacramenia en Segovia y el de Óvila de Guadalajara.
No le importó que la obra fuera descuartizada, sin pensar en que había sido concebida para ser emplazada en un lugar, que perdía su sentido, su espiritualidad, su razón de ser. Él lo quería.
A su favor hay que decir que dió trabajo, y mucho dinero por la compra, a gente inculta y rural que no entendía de arte, pero que necesitaba ingresos desesperadamente en una época de crisis.
Pocas fueron las voces discordantes, pero muchos más se acordaron de ellas cuando el crack del 29 golpeó con fuerza el Imperio Hearst y las piedras quedaron abandonadas en el Botanical Garden de San Francisco.
Desmembrado, roto y olvidado, el monasterio yace hoy, piedra a piedra, en las esquinas más recónditas del Parque, viendo a paseantes caminar entre ellas, quizás algún avispado geólogo que se pregunte qué hace una piedra arenisca marcada con un símbolo de cantería, sin saber que a miles de km descansan las piedras restantes en un lugar en ruinas que una vez fue espléndido y acogió los rezos y la fe de hombres del medievo español.
Afortunadamente, el monasterio de Sacramenia corrió mejor suerte, pudo ser reconstruido y hoy en día acoge banquetes de boda en Florida organizados por una comunidad evangelista protestante.
Creo que si las piedras hablaran, llorarían, no solo porque la húmedad tropical de Miami les hace sufrir cubriéndolas de musgos y fracturas internas, sino porque no entienden que una vez tuvieron una símbología gloriosa, una entidad, una imagen soberbia... y ahora están vacías de significado gracias al capricho humano. El mismo que le dió vida.